Introducción
Aunque tradicionalmente ha prevalecido la idea romántica del arte como fenómeno espiritual, la comprensión de las prácticas artísticas no debe confundirse con el análisis de los aspectos formales (técnicos y estilísticos) de las obras. Si bien se tiende a sobrevalorar la personalidad del artista como individuo diferenciado dentro de la sociedad, desvinculándolo de las condiciones sociales en que produce y consume, lo cierto es que el arte, así como la religión, la política o el conocimiento, son productos sociales. En tal sentido, artista, obra y público, comparten un espacio-tiempo que va a marcar las coordenadas de los procesos de creación, distribución, consumo y, especialmente, la producción de sentido.
Desde los primeros intentos por explicar cada uno de estos momentos a partir de un encuadre de aliento sociológico e histórico, hasta la actualidad, los estudios han pasado de ver el arte como indicador histórico, como reflejo de la sociedad, para luego explicar las formas en que se manifiesta el condicionamiento de doble sentido.
Hasta los 70 del pasado siglo, aproximadamente, tales investigaciones terminaron agotándose en sí mismas por dos motivos fundamentales: en primer lugar, la imposibilidad de explicar por qué las mismas condicionantes histórico sociales, podían generar diversidad de estilos y temáticas. En segundo lugar, la emergencia de los Estudios Culturales que, debido a su esencia post colonial, cuestionaban la validez epistémica y metodológica de los discursos de los países centrales para explicar, describir, analizar las producciones y prácticas artísticas del llamado “sur global.”
Para el caso de Cuba, la aparición de los Estudios Culturales, como bien ha apuntado Magaly Espinosa, es aún imprecisa y su evolución como campo de conocimientos, más que accidentada, ha sido prácticamente imposible debido a la dominante ideológica marxista-leninista y a la falta de institucionalización de estos (Espinosa 1995). A partir de aquí, sin desconocer las herramientas y aportes de disciplinas de mayor arraigo y legitimación académicas como la Antropología, la Etnología, la Sociología, los Estudios literarios o la Historia del arte, se da un nuevo giro -aún dentro del paradigma interpretativo- a los estudios sobre arte y, específicamente, sobre artes visuales.
Se impone una distinción; si bien la Filosofía, la Literatura y la Historia cuentan con tradición de estudios en Cuba y la Academia Nacional de Artes y Letras se fundó en 1910, lo cierto es que la institucionalización de los estudios de Historia del Arte no ocurre hasta 1963, con la Reforma Universitaria (Arencibia 2018). La Antropología, en cambio, no cuenta con programas de estudio propios y las investigaciones dentro de esta línea, usualmente se disuelven dentro de centros de investigación sobre folclor y cultura popular.
Otro elemento a destacar -en relación con los Estudios Culturales en Cuba- es que la referencia a los mismos desde otras geolocalizaciones discursivas suele reseñar un par de autores de la primera mitad del siglo XX (Fernando Ortiz y Alejo Carpentier) y prácticas artísticas o investigaciones sobre las mismas enunciadas desde La Habana, como epicentro académico y cultural de la isla durante todo el siglo XX. El presente artículo se propone retar el llamado “habanocentrismo” 1 para proponer un estudio de la representación plástica de la mujer negra en la pintura santiaguera en los inicios del siglo XXI.
Para ello, reclamamos el amparo de los Estudios Culturales como campo de conocimientos multidisciplinar, que ha conseguido incorporar (y recuperar) metodologías y conceptos que, en amalgama multidimensional, enfrentan objetos de estudio microlocalizados por fuera del eje dominante académico británico y norteamericano. El carácter transdisciplinar de los mismos permite un punto particular de inflexión con la sociología del arte, puesto que nos proponemos describir cuáles pueden haber sido las condicionantes que permitieron la transición en la representación de la mujer negra dentro de la pintura santiaguera a partir de los años ‘90.
Ahora bien, ¿por qué Santiago de Cuba y por qué este específico momento?
Santiago de Cuba se conoce en la historiografía cubana como una de las primeras siete villas fundadas por Diego Velázquez de Cuellar 2 . Situada en la zona sur oriental, fue la capital de Cuba hasta que la Capitanía General se desplazó a La Habana en 1607 y, durante siglos, se ha mantenido como la segunda urbe de importancia socioeconómica en el país. Cuenta con la segunda universidad, fundada en 1947, y se considera el verdadero centro cultural del Caribe. Debido a sus características geográficas, la prevalencia del modo de producción azucarero y su cercanía con el Mar Caribe, se ha mantenido como la zona del país con mayor concentración de población negra debido a sucesivas oleadas migratorias hasta el siglo XIX (importación de mano de obra esclava e inmigración franco-haitiana) así como la entrada al país de inmigrantes antillanos durante las tres primeras décadas del siglo XX para ser empleados en calidad de braceros en los sectores azucarero y cafetalero de la antigua provincia de Oriente. Si bien no se puede hablar de una población afrodescendiente strictu sensu debido al robusto mestizaje que caracteriza a la isla 3 , el fenotipo negro es aún dominante en la zona (Santiago y Guantánamo, fundamentalmente).
El último elemento que ha motivado esta disquisición se relaciona con la historia más reciente. Luego de la disolución de la URSS y como resultado de políticas económicas claramente desacertadas, Cuba ha enfrentado, desde la década de los noventa, una severa crisis económica y financiera que terminó impactando negativamente en el resto de las esferas de la sociedad. El desarrollo del turismo y la inversión extranjera, la despenalización del dólar, el aumento de la emigración y de las iniciativas económicas privadas como parte de la cotidianidad, provocaron vertiginosas transformaciones en la estructura socioeconómica, e introdujeron elementos de diferenciación social con impacto en los imaginarios y representaciones, en lo adelante marcados por el descreimiento y la desilusión. El campo artístico, antes cerrado sobre sí mismo y con escasa experiencia en las especificidades del mercado de arte, se abrió a nuevas políticas que intentaron ponerse a tono con el resto del mundo. En este contexto, se hacen más visibles las disparidades en los accesos a bienes culturales y las estratificaciones sociales que antes se creían imposibles.
Si bien el país mantiene una férrea política de no discriminación en espacios como la educación y la salud, lo cierto es que la reproducción de patrones culturales asociados a la localización geográfica y la raza, se han hecho más visibles en los últimos 30 años; confirmando la noción del territorio como una dimensión significativa del desarrollo social. Los acercamientos y enfoques teóricos que lo tratan en el marco de los estudios sobre desigualdades corroboran desde la ciencia que, cuestiones como “ser blanco” o “ser negro,” cambian de sentido también si se vive en Santiago de Cuba, La Habana o Bayamo.
A tono con tales circunstancias, se hace evidente, desde las artes plásticas, la emergencia de un grupo de pintores que, en la zona suroriental (Santiago de Cuba y Guantánamo, fundamentalmente), van a tomar como objeto de representación a la mujer negra. Sin que constituyan un grupo o generación -no cuentan con un manifiesto, la mayoría entre los 30 y los 60 años, tienen diferentes trayectorias formativas- parecen coincidir en la idea de transformar la representación de la mujer negra, al menos desde los recursos plásticos de los que disponen. Algunos de estos artistas más adelante emigran y el seguimiento a sus obras se vuelve más difícil, por lo que este estudio se resume entre los años ‘90 e inicios de los 2000.
Estudios Culturales y Sociología del Arte desde un entorno no habanero en Cuba
Con relación al vínculo directo de la obra de arte con la pertenencia del artista a un grupo social específico (artistas), Bourdieu reconoce el proceso de creación artística como resultado de la interacción de varios elementos del entorno donde se crea (Bourdieu 1971). Siendo así, es posible distinguir en el discurso plástico, como en otras manifestaciones estéticas, aquellos aspectos objetivos y subjetivos que en la estructura social cumplen el papel de condiciones de producción del arte (García [1979] 2001).
Ahora bien, la relación entre campus y habitus, así como el lugar de los artistas con relación a ambas dimensiones, resulta útil como respaldo teórico. Sin embargo, no parece ser suficiente para explicar, dentro de un campo artístico dominado por el centralismo institucional del Estado cubano, por qué unos artistas eligen la representación de mujeres negras y otros no parecen interesarse por el tema. En tal caso, tiende a prevalecer la idea de la importancia de la carga subjetiva del artista. Siendo la obra de arte resultado de la creatividad individual, se refuerza entonces el ideal romántico de unidad indisoluble entre el artista y su obra, lo que convierte a cada hecho estético en una singularidad en sí mismo.
En un primer acercamiento al tema, resultó interesante que ninguno de los artistas de la plástica que tienen a la mujer negra como centro de su obra fueran mujeres. Ello no significa que las féminas estén invisibilizadas ni constituyan minoría dentro del microcampo artístico santiaguero. Antes bien, curadoras, especialistas en artes visuales, artistas de la plástica, críticas e historiadoras del arte, aparecen más que regularmente en la escena del campo artístico cubano en general y santiaguero en particular.
No obstante, el acto creativo no está desvinculado del contexto del que es expresión y que, al mismo tiempo, refleja de forma más o menos explícita. El sentido del arte como hecho social se expresa en el condicionamiento que las circunstancias específicas de producción, circulación y consumo le imponen. Condiciones que en toda formación social se desarrollan, además, en correspondencia con las construcciones ideológicas hegemónicas (Margulis 2009).
Dado que el punto de partida fueron las propias obras de arte, nos propusimos un análisis iconográfico de las mismas. Ello nos permitió dar cuenta de los cambios ocurridos en el tratamiento histórico que se la había dado al negro, como tipo racial dentro de la pintura cubana 4 .
“El negro” y su representación plástica en la pintura cubana 5
Existe consenso en que Nicolás de la Escalera (Cuba, 1734–1804) es el primer artista que incluye en una escena junto a los blancos devotos de Santo Domingo, a un individuo de fenotipo negroide en la segunda mitad del siglo XVIII 6 . El tema del esclavo se reitera en otra obra contemporánea a esta en un mural descubierto en la actual sede del Gabinete Arqueológico de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana. Este, muestra el retrato de dos negras en un espacio público, una de ellas acompaña a su señora y la otra es una vendedora. Los otros momentos que incorporan el negro como tema en la pintura colonial cubana, se deben fundamentalmente al interés de los grabadores extranjeros asentados en la isla como Federico Mialhe (París, 1810–1861), Hipólito Garneray (Francia, 1787–1858), James Gay Sawkins (Reino Unido, 1806–1878) y Eduardo Laplante (Francia, 1818 – Cuba, 1860), de acentuar el toque costumbrista “dado por la minuciosa representación de los personajes característicos de una escena” (De Juan [1976] 2006: 13).
Mención aparte merece el caso de Víctor Patricio Landaluze (Bilbao, 1830- La Habana 1889). Su obra, de significativos valores pictóricos y documentales, constituye un estudio de los tipos populares de La Habana dieciochesca. Destaca la representación de negros y negras, no como víctimas de la crueldad de la esclavitud, sino a través de los estereotipos con que la ideología colonial los identificaba. Landaluze recrea la imagen del esclavo ocioso y la mulata como objeto de placer, otras veces emborrachándose, bailando o robando a sus amos a quienes se empeñaban en imitar. Sus series “La honradez,” “Vida y muerte de la mulata” e “Historia de la mulata” que decoraban las cajas de tabacos y cajetillas de cigarros constituyen pruebas dolorosas de la degradación espiritual con que se identificaba a las criollas no blancas.
La escala social de la época colonial ubicó a los individuos de piel negra en la base de su estructura jerárquica. El ser considerado “inferior” según las diferencias que suponía el color de la piel, no les permitió clasificar como objeto de atención para la representación artística. No obstante, esta situación no los privó de aparecer en el plano como testimonio de una dinámica social sustentada económica, social y culturalmente en las complejas relaciones de poder entre blancos y negros; aunque la presencia de los últimos siempre respondió a la parcelación jerarquizada visual y socialmente del espacio físico observado.
La concepción de la raza como principal productora de identidades sociales, definió los modos de reconocimiento, interrelación y construcción de la personalidad individual y social de la sociedad cubana, así como su reflejo en la creación artística. Desde esa perspectiva, la percepción de los individuos de piel negra por la sociedad colonial se manifestó en la pintura de la época “desde la total omisión de la existencia de los negros hasta distinguirlos según una serie de estereotipos basados en prejuicios raciales de carácter histórico” (Cuesta 2019: 4). A través de diversos soportes, la estereotipia del negro (fundamentalmente de la negra) fue empleada por pintores, grabadores y caricaturistas como estrategia visual y discursiva dirigida a modelar “los signos identitarios de la sociedad cubana” (Méndez Gómez 2015: 140) a través de variantes de alteridad.
A pesar de ser los pintores y grabadores extranjeros los que mayormente dejaron testimonio de la participación de esclavos, mulatos y libres de color en la dinámica sociocultural de la isla, no se evidencia interés por individualizarlos; siempre la representación formó parte de temas ligados al contexto histórico y cultural de la época y no como tema en sí. Corresponden a dicha categoría de clasificación las obras sobre las producciones azucarera y cafetalera en las que se inserta la representación del negro o la negra como figura anónima e insignificante, en suma, mano de obra. Como una herramienta más del sistema (Eduardo Laplante, Plantation near Marianao, 1865; Samuel Hazard, Esclavos en tareas propias de la recolección de café, 1869); como parte del paisaje rural (Esteban Chartrand, El guardián de la talanquera, segunda mitad del siglo XIX) o del paisaje urbano (Federico Mialhe, Vista de la entrada del Paseo Tacón, 1840; Bernardo May, Vista de la Iglesia Mayor y de la Ermita del Buen Viaje en San Juan de los Remedios, 1850); los cuadros de costumbre (Federico Mialhe, El panadero y el malojero, 1838 y las escenas que los cartógrafos José López y Louis François Delmés incluyeron en los planos ilustrados de la ciudad de Santiago de Cuba de 1859 y 1861 respectivamente).
A pesar de que la exclusión social por motivos de raza caracterizó a la sociedad colonial cubana, algunos pintores académicos dejaron evidencia de su interés por captar ocasionalmente personajes de fenotipo negroide inmortalizados dentro del registro del retrato. Este interés se mantiene entre los artistas de la plástica, porque la representación del mestizaje logrado entre individuos de muy diversas procedencias constituye un reto al permitir explotar las múltiples posibilidades plásticas aportadas por la variedad de tipos físicos logrados por la combinación de factores raciales.
El siglo XX trae a escena al negro y sus problemáticas como parte de los temas desarrollados por las vanguardias 7 en sus dos primeras generaciones. La primera vanguardia cubana se expresa en una exploración de lo cubano a través del rescate de sus profundas raíces nacionales. Por lo que son vertientes principales, el afrocubanismo y lo popular, además de los temas de denuncia social, en los que los problemas sociales de la época que eran cuestionados afectaban sobre todo a los negros (Rafael Blanco, Las tablas de la ley, década del 20; Carlos Enríquez, El rapto de las mulatas, 1938). La cultura de los negros cubanos se representa en la segunda vanguardia a través de un lenguaje más metafórico y evasivo, la “…sugerencia simbólica, el colorido y toda una serie de elementos alusivos a los cultos religiosos de raíz africana” (Ribeaux 2007: 5) (Víctor Manuel, Carnaval, 1940; Oscar García Rivera, Comparsa, 1940; Wifredo Lam, La jungla, 1943; Mario Carreño, Danza afrocubana, 1943; Roberto Diago Querol, Virgen del cobre, 1946).
La estabilidad social alcanzada de 1959 hasta finales de los ‘80 llevó a la creencia de que el racismo y sus manifestaciones habían sido erradicados con la aplicación por la revolución triunfante de políticas sociales de profundo contenido humanista que proclamaron la igualdad como derecho, principio y valor social. Por lo que en la producción espiritual, el tema estuvo prácticamente ausente con excepción del punto de vista folklórico de Manuel Mendive (La Habana, 1944). La vocación socio antropológica del arte a partir de los ‘80 condujo a la creación a interesarse por condicionantes de índole étnico raciales, la autorreferencialidad, la religión, en las que se profundiza en las décadas posteriores por artistas como René Peña (La Habana, 1957) y Belkis Ayón (La Habana, 1967–1999).
Sin embargo, la referencia al individuo de piel negra dentro de la plástica nacional siguió siendo exigua y la mayoría de las representaciones se concentraron en reproducir fundamentalmente elementos de la religiosidad popular asociada a cultos sincréticos. Por lo que, en el continuum nacional cubano del siglo XX, la inclusión de la imagen del individuo de piel negra como representante de una raza, se manifiesta como un hecho normal, aunque no sistemático. Como lo hizo notar el crítico Ariel Ribeaux Diago (2007), la imagen del negro en las artes plásticas cubanas en su generalidad se explota desde el punto de vista religioso o folklorista, emparentando conceptos de raza e identidad. No obstante, la historia cultural de las diferentes regiones del país ha condicionado formas específicas de representación plástica y la preferencia por algunas temáticas.
Pueden considerarse la desigual distribución regional de la población negra a partir de la concentración de la actividad económica en que fueron empleados en áreas concretas de la isla; la pertenencia étnica o la opción religiosa, como es el caso del vudú traído por los inmigrantes haitianos o la religión abakuá, prácticas por las que se estigmatizaron y criminalizaron a los sectores negros y mulatos, por considerarlas peligrosas y antisociales. Sin embargo, la historiadora María del Carmen Barcia reconoce que, aunque el régimen colonial obligó a los negros a dejar de lado sus creencias y sus dioses, en todas las regiones no se manifestó de la misma forma el enfrentamiento a procesos similares. Por ejemplo, no fueron igual de severas las restricciones de prácticas definidas como “diabólicas, perniciosas, perversas e inmorales. […] en Santiago de Cuba, se manifestaba cierta tolerancia hacia las prácticas transculturales, poco visible en los espacios religiosos habaneros…” (Barcia 2009: 195–196).
En la actualidad, y de modo muy general, puede afirmarse que la inclusión de la imagen del negro en el ámbito pictórico se manifiesta de forma aleatoria, a veces tangencial y en casos aislados, como centro de la línea temática de algunos artistas. Mientras que, en la región oriental del país, la imagen de negros y negras (o sobre los negros y las negras) siempre ha estado presente, aunque, al interior de la misma, se da también el caso de regiones en las que el tema es prácticamente ignorado, como en la zona norte oriental o en ciudades como Bayamo y Baracoa 8 . En estas últimas, el contacto con artistas y obras evidencia una posición más pasiva en el tratamiento de la mujer negra como protagonista de la obra plástica. Al producir obras dentro de los circuitos asociados al turismo, donde la producción artística es una actividad exclusivamente comercial, el artista, motivado por la situación de crisis económica que azota al país desde la década del noventa, se ve obligado a realizar una obra que garantice el consumo de un público no especializado.
Una mayor frecuencia y diversidad de la temática racial como motivación de la producción plástica y las investigaciones correspondientes en casi todo el país, muestra un interés creciente de la historiografía y la crítica de arte en las últimas décadas sobre el tratamiento del tema en cuestión. Los debates y producción de la intelectualidad al respecto se han recogido en números especiales y monografías de revistas especializadas como Temas (No. 7/1996, No. 110-111/2022); La gaceta de Cuba (No. 1/2005); Caminos (Antología Raza y racismo, 2009, Otra vez sobre Raza y racismo, 2017) y La jiribilla (No. 91/2011). Los estudios actuales se enfocan en cómo son reflejados por las artes visuales las culturas importadas por la población de ascendencia africana, sus hábitos, cosmovisión, festividades, autopercepción. Sin embargo, la atención se dirige a la representación del individuo de piel negra en sentido general, sin intenciones de enfatizar en las circunstancias que particularizan la representación de la figura femenina negra.
Ser mujer y ser negra
Las representaciones sociales de la mujer negra construyen una imagen plástica conforme a la noción de raza como dispositivo de legitimación y naturalización de las relaciones de dominación; mecanismo de dominación visto desde la intersección entre las variables género, raza, sexualidad y clase social. Un examen de los códigos empleados por los artistas contemporáneos revela que la representación plástica del negro ha transitado hacia una etapa en la que la figura negroide deja de ser accesoria o registro documental de un entramado social que lo descalifica, para posicionarse como protagonista o temática central en algunas obras. Sin embargo, la imagen de la mujer negra continúa construyéndose sobre determinados elementos que aluden a su descalificación, toda vez que el ser negra implica una carga discriminatoria adicional a la condición femenina.
La historia reciente no habanera
Aunque las condiciones estructurales que fueron base del racismo y la discriminación racial fueron eliminadas en Cuba desde 1959, es preciso considerar cómo la creencia de la superioridad racial impactó en el proceso de formación de la nacionalidad marcando jerarquías sociales diferenciadoras y excluyentes de plena vigencia. Lo cubano se configuró teniendo al racismo entre los factores componentes del entramado cultural emergente, hasta el punto de que, durante siglos, “la exclusión racial pasó a formar parte de la cultura cubana” (Martínez Heredia 2000: 5). El prejuicio racial, de forma consciente o inconsciente, moldea estereotipos raciales, frases burlescas, canciones y refranes reveladores de la permanencia en la cultura popular de posiciones discriminatorias e inferiorizantes hacia los individuos de piel negra. Tomás Fernández Robaina reconoce dichas expresiones discriminatorias socialmente compartidas y transmitidas por generaciones de forma totalmente inconsciente, que puede que “no se tomaran como tales y fueran apreciadas como expresiones costumbristas surgidas en el seno de la sociedad esclavista, heredadas posteriormente en la etapa republicana” (Fernández Robaina 2012: 6).
Factores diversos han marcado en diferentes etapas la sistematicidad e intensidad en el tratamiento de la cuestión racial. La reemergencia del tema parte de los reajustes motivados por la crisis económica de los años noventa, que actuó como una forma de “recreación de las desigualdades,” en palabras del historiador Alejandro de la Fuente (2014). Sin embargo, los ecos de esta crisis no tuvieron el mismo impacto en la zona sur oriental del país que, para esta fecha, exhibe los índices más elevados de desigualdad y bajos niveles de acceso a bienes y servicios. 9 Los nuevos momentos impactan en la producción espiritual, lo que lleva a los artistas a recolocar el tema negro desde otros imaginarios; esta vez, anclados en las coordenadas culturales de una zona histórica y culturalmente distante de La Habana.
Representación plástica contemporánea NO habanera
Al representar a través de las manifestaciones plásticas, literarias o escénicas, también se reproducen estructuras sociales y relaciones humanas conducentes a legitimar en el imaginario colectivo una determinada idea con respecto a lo representado. El investigador Jean Lamore explica cómo las representaciones que el individuo se hace del mundo, de la vida, de la religión, de la política pueden ser aprehendidas por medio de estas imágenes y las expresiones que las fijan (Lamore 2003).
Las representaciones sociales, a lo largo del tiempo, han identificado a los individuos de piel negra con determinadas actitudes, capacidades, carencias y prácticas culturales. Se les hace portadores de una identidad asignada: ubicación en circunstancias de dudosa dignidad, marginalidad por su forma de vestir, modo de hablar, actitudes, etc.; vínculo con la religión como factor cultural de mayor fuerza en la conformación de la identidad, por lo que, para la mayoría, su mundo cultural se reduce a los cultos sincréticos, la ejecución musical y el baile. Válidas como expresión de lo cubano pero simplificadoras porque “La presencia del hombre negro en Cuba no se puede reducir a la mera existencia de un ser negro: nervios, carne, huesos percutiendo un tambor” [a pesar de que estas manifestaciones culturales constituyen] “parte importante de nuestras referencias y nuestra heredad” (Castellanos 1995: 21–22).
Y para el caso específico de las féminas de piel negra, la re-creación de estereotipos en los que se presenta a la mujer-objeto sexual, enfatizando en senos, glúteos, torsos desnudos, como las más atractivas, parece ser la forma más recurrente. Aunque son representadas evadiendo la mirada del espectador, ocupadas en diversas tareas, estas mujeres no son totalmente inocentes. Ellas se saben observadas y, como han asumido las ideas distorsionadas sobre su feminidad, conscientes de sus poderes de atracción, de reojo lanzan una mirada de provocación al espectador. Ellas (que existen para provocar el placer en el hombre que mira) se exhiben, invitan a su contemplación, en una especie de aceptación y complicidad en el hecho. También protagonizando escenas que implican una transacción donde se oferta al espectador el producto nacional; entiéndase la propia mujer ofrecida como objeto comercializable al mismo nivel que las frutas y las bondades del clima, junto a expresiones de la cultura popular como la música o la artesanía (Cuesta 2022).
Para interpretar el contenido de las representaciones sociales propias de los artistas a partir de sus obras pictóricas, se propone la integración los métodos de análisis de la obra de arte a la estrategia analítica de lo social, dado que hurgar en “los imaginarios materializados en la visualidad de los pueblos, resulta una herramienta para conocer desde una perspectiva crítica el mundo social” (Rivera Cusicanqui 2015: 144). La recolección de datos se realizó directamente con los artistas y sus obras como parte de un trabajo de campo, de una investigación más ambiciosa.
Desde las Ciencias del arte, el método iconográfico: punto de partida para la determinación de los elementos gráficos que componen la muestra, permite reconocer en el discurso plástico los rasgos formales y temáticos que caracterizan la representación en el lenguaje estético. Además, se aplicó un estudio pluri-metodológico basado en métodos interrogativos y asociativos. Aunque este tipo de métodos se emplea fundamentalmente para la profundización en los aspectos psicosociales de los fenómenos, Jean-Claude Abric (2001) lo recomienda para la obtención de los contenidos de una representación social. Se combinaron la entrevista en profundidad como herramienta fundamental para la recolección de información de las representaciones desde lo discursivo, y la asociación de palabras como técnica que por su espontaneidad garantiza un acercamiento más rápido y fácil al objeto que se intenta definir.
Para identificar el contenido presente en las representaciones sociales de los artistas, se aplicó el método de la asociación libre de palabras. Ante la solicitud de mencionar palabras que le sugieren los términos “mujer negra,” estos mencionaron sustantivos y adjetivos referidos a actitudes, atributos y sentimientos con los que identifican a dichas féminas. Los términos señalados ofrecen la singularidad característica de la percepción de los artistas sobre la mujer negra, la que configura sus representaciones sociales específicas: evidente en las imágenes de mujer negra que representan en las pinturas. Estas se relacionan con una noción de mujer que personifica a un sujeto que no solo es diferenciado racialmente, sino que distintas circunstancias le han marcado desde la otredad, entre ellas experiencias de vida particulares desde la condición racial y las consecuencias inferiorizantes que esta implica.
En este sentido, los artistas no solamente construyen su discurso desde los esquemas simbólico-representativos tradicionales estandarizados por la sociedad, sino, como lo demuestran las clasificaciones arrojadas por la asociación de palabras, se apartan de lo socialmente aprobado. Con sus obras, se erigen en defensores de una estética negra que reconoce la belleza del fenotipo negroide, y sin que consideren necesaria una posición de reflexión y denuncia contra las desigualdades raciales.
Con la aplicación de la metodología enunciada, se evidenció que los mecanismos de racialización descritos son evidentes en obras como Zona de silencio del pintor tunero Lester Mc Collings Springer (Figura 1), donde la mujer reconoce sus habilidades eróticas y las explora en un espacio propio e indefinido, pródigo en referentes a la relación íntima con el sexo opuesto: un elemento vegetal de carácter fálico, torso desnudo en situación de éxtasis que disfruta con los ojos cerrados y manos acariciando la zona donde el cuerpo femenino exhibe los senos, erógena por naturaleza. El artista trasmuta la piel en infinidad de pequeñas casas cubistas de tejados rojizos. Las casas como espacio cotidiano de realización y experiencia individual hacen de la sexualidad femenina práctica pública. Repárese además en la asociación del color rojo con situaciones de pasión excesiva.
Con su sensualidad desbordante, la mulata Caridad (cubana de pura cepa como la virgencita del mismo nombre) del pintor santiaguero Gilberto Martínez Gutiérrez (Figura 2), se ofrece dentro de las coordenadas de un objeto publicitario como producto nacional a cuyos encantos es imposible negarse, como el chocolate con que es comparada, bebida de probables efectos afrodisíacos. El producto sexual que encarna contiene indicaciones de conservación en temperaturas bien alejadas de la calidez tropical; detalle que constituye una revelación de las intenciones migratorias de la muchacha; pero su nombre, Caridad, no la condena, más bien maneja las aspiraciones evidentes como acto de piedad para con aquel que los realice.
Los textos visuales Rumba en la calle, de Antonio Ferrer Cabello (Figura 3), S/T de Pablo Arcia (Figura 4), Serie de mujeres y música de Lionel Chávez (Figura 5) recrean el ambiente que—según las teorías de determinismo racial—caracterizan el mundo espiritual de los negros y las negras, y reducen su mundo cultural a los cultos sincréticos o a la ejecución musical y el baile; expresiones de la cultura popular significativos en la conformación de lo cubano, pero no privativas de los negros cubanos.
Con Obatalá, su autor, Lawrence Zúñiga (Figura 6), expresa la predisposición hacia la necesaria correspondencia de aspectos superficiales como el color de la piel y la calidad del cabello, ojos, nariz, labios, así como otras características superficiales de cada deidad, con el contexto geográfico y sociocultural de los pueblos en que se originaron las mitologías respectivas; aun cuando la religiosidad de sustrato africano presente en la nacionalidad cubana identifica por igual a blancos y negros. Desde la posición del autor se sobredimensiona el papel de la religión como factor cultural de mayor fuerza en la conformación de la identidad del grupo social, por lo que, para la mayoría, su mundo cultural se reduce a la práctica de cultos sincréticos de sustrato africano.
“Eto e como tu quiera” expresa la mujer pintada por Oandris Tejeiro en Breve poema al margen (Figura 7). Con esta frase acentúa lo planteado con imágenes. Posición de desafío al espectador reflejada en la expresión del rostro amenazante. Usando los códigos comunicativos de su grupo social o mejor: hablando en negro, como lo hizo Nicolás Guillén en su poesía al asumir como recurso estilístico las deformaciones léxicas del idioma español en boca de los negros bozales y que posteriormente caracterizarían el habla popular de los barrios pobres fundamentalmente poblados por negros. También se insinúa la silueta de vasos de cristal, ¿estaría bebiendo esta mujer? Una vez más, la trampa de la tradición conduce a la reproducción inconsciente del estereotipo: borracho, como condición natural del negro. A un costado, casi sobre el corazón, la presencia latente de esos seres originarios de diferentes etnias africanas que conformaron la cubanidad.
En la obra S/T de Leandro Noa (Figura 8), la negra ofrece las frutas, certeramente colocadas a la altura de unos senos desbordantes, casi más atractivos que el producto sobre el que debiera recaer todo el énfasis de la obra en la que, a pesar de no definir un título, una primera lectura aparentemente recaba el interés del espectador hacia los frutos que muestran ambos personajes.
Conclusiones
La representación social de la mujer negra se ha construido históricamente sobre las coordenadas impuestas por el marco sociohistórico de las interacciones entre grupos dominantes y dominados. A partir de las representaciones sociales sobre la mujer negra, configuradas sobre una base colonial de desigualdades, el imaginario social cubano mantiene en la actualidad su incidencia en todas las formas de socialización del pensamiento humano, incluida la creación artística. A pesar de la particularidad del arte como una forma especial y altamente elaborada de aprehensión de la realidad, es posible reconocer el condicionamiento social de la creación artística.
Las obras de artistas de la región oriental de Cuba muestran la repercusión de las representaciones sociales sobre la mujer negra en la construcción de su representación plástica según estereotipos femeninos y raciales aún vigentes en el imaginario nacional. Sin embargo, hacen evidente una transición en las formas de representación, que se corresponden con las nuevas formas en las que se representa socialmente al negro y a la mujer en el oriente cubano.
Evidentemente, la condición de mujer negra ha pasado de ser accesoria y anecdótica en la historia de la pintura cubana hasta el siglo XIX, a prácticamente desaparecer o camuflarse en representaciones religiosas durante la primera mitad del siglo XX, para reaparecer, luego de la década de los ‘90 del siglo XX, como personaje protagónico de artistas santiagueros. Su preeminente lugar dentro de la composición, la cuidadosa selección de poses, colores y atuendos nos devuelve una mirada a tono con las nuevas representaciones sociales de la mujer negra, esta vez, en circunstancia de periferia geográfica, dada la distancia (también socioeconómica) que separa a Santiago de Cuba del centro cultural que significa La Habana.
Se impone reflexionar en la posibilidad de investigaciones de esta naturaleza que, también dentro de las coordenadas epistémicas de los Estudios Culturales, nos permita relecturas de lo social y lo cultural cubano, bien desde otras manifestaciones de las artes visuales, bien desde otras microlocalizaciones del oriente del país. Ello, sin dudas, nos ofrecería una perspectiva más holística – y a la vez, realista – de la Cuba del siglo XXI.